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Estampas marruecas
Teresa Lanceta
Catalogue: La alfombra roja.

ESTAMPAS MARRUECAS

TERESA LANCETA
Junio de 1989

Empecé a escribir estos breves textos sin saber muy bien cuál sería su destino, ni cuáles eran mis verdaderas intenciones. Sea cuales fueren, no tenía pretensiones literarias aunque sí he podido comprobar que escribir es un ejercicio realmente duro y, seguramente por eso, de lo más saludable. Algo he debido heredar de mi abuela Trinidad. Ella sí que posee un gran talento literario natural. Ignora olímpicamente las más elementales reglas de la puntuación y la ortografía; escribe con letras titubeantes pero con renglones firmes y consigue un efecto caligráfico de conjunto armonioso y elegante. Me escribe cartas maravillosas que, por ejemplo, empiezan así:
"Me gustan los secretos de la naturaleza tal como suenan, por ejemplo, ver las ramas de los árboles como si fueran aspas. En las huellas de sus troncos leerlas historias de ellos muy bellas. Las aguas que se filtran entre sus raíces son huellas de provecho. A mí me gustaba sentarme en una piedra junto al tronco y en su compañía consolar los momentos difíciles de mi vida y ver los bichitos que andan por la tierra y estar lejísimos de los prejuicios y de las críticas".

Escribir, en mi caso, ha sido un ejercicio mucho más prosaico y utilitario. Me ha servido para organizar esa especie de aluvión que llamamos memoria. ¿Por qué algunas escenas, rostros, frases o retazos de paisaje -no siempre los que en un principio creímos más importantes o nos resultaron más espectaculares, a veces los más fugaces- nos impresionan con tanta fuerza, se graban en nuestro interior de manera indeleble y nos acompañan y afectan de por vida? ¿Por qué otros se borran para siempre? ¿Por qué misterioso desagüe interno se alejan de nosotros, desaparecen de nuestra vida? Eso me gustaría saber a mí: conocer el hilo con que está tejida la memoria y las agujas que destejen el olvido. De momento, he de conformarme con estas estampas, y al bautizarlas así pretendo dejar constancia que sólo se trata de jirones del recuerdo mal hilvanados.

Estampas pintorescas que no pretenden explicar mi trabajo. Es más, he evitado cualquier reflexión sobre el mismo. Cuanto más, aspiro a que transmitan algo de la atmósfera vital, tan cálida e intensa, que me ha rodeado durante largos períodos. Del misterioso perfume de una tierra donde el secreto del arte aún resulta inseparable del arte del secreto.

I. La alfombra roja

Bert me acompañó hasta el autobús que iba a Ouazarzate, el zoco más importante al sur de Marrakech. Desde allí debía seguir el viaje en taxi hasta un lugar que ni siquiera conocía el nombre.

Viajar en autobús por Marruecos tiene sus ventajas. Ventajas exteriores y ventajas interiores. Te facilita, por ejemplo, inolvidables visiones del espléndido paisaje, y aquél lo era en grado sumo. En su interior, un paisaje humano resulta también de lo más entretenido. Una auténtica caja de sorpresas. Y, a veces, de truenos.

Hacia la mitad del trayecto subió una joven marroquí de aspecto desenvuelto. Un chico fue a despedirla desde la cuneta. Francamente, me atrajo desde el primer momento. Éramos, además, las dos únicas mujeres vestidas a la europea y para mis adentros pensé que seria estupendo establecer algún tipo de relación con ella. Parecía muy extrovertida y se mostraba de lo más efusiva con el conductor. No dejaron de charlar ni de reír un solo momento. Realmente parecía simpática, aunque no tardé mucho en comprobar que las cosas nunca son exactamente como uno se las imagina y como, en ocasiones, lo más ancestral y lo más moderno confluyen en un mismo punto, y se dan la mano. El autobús hizo un alto en una gasolinera, la chica descendió a tomar un poco el aire y ya no volvió a subir. A través de la ventanilla, vi cómo se alejaba caminando junto a un hombre. Hasta ese momento no caí en la cuenta de que su oficio no era el de maestra, como yo había imaginado, sino otro mucho más antiguo.

Camino de Taznat, en un taxi atestado de pasajeros, el sol se puso tan rápido que creí que se había caído. Avanzamos unos cien kilómetros por el desierto pedregoso del Sahara. Era mi primer viaje a Marruecos, y nunca había ido tan lejos sola. Sentía como si me estuviera adentrando en un agujero negro, en uno de esos lugares donde uno puede desaparecer sin más. No pretendo adornar el relato con pinceladas románticas ni misteriosas, en realidad no sentía miedo pero durante toda la tarde procuré mantenerme en estado de alerta. Mis compañeros de viaje hablaban de kif -ésta era la única palabra que distinguía con claridad- y lo hacían con esa característica hilaridad con la que los humanos hablamos siempre de los placeres.

Llegamos a Taznat de noche. A partir de ahí, yo era la única pasajera del taxi. Pacté el precio o, más bien, me resigné a ser extorsionada por un taxista que se reveló como un consumado experto tanto a la hora de adular, como a la de ejercer la grosería. A partir de ese momento, yo también decidí olvidarme de la cortesía.

Supe que habíamos llegado a mi destino cuando los faros iluminaron varias figuras humanas. Me resultaba imposible distinguir las casas en aquella espesa oscuridad. Era gente de piel muy oscura y las mujeres, sin duda, eran mucho más guapas que los hombres. Perplejos leyeron la carta de Bert que yo llevaba, y luego me ofrecieron de cenar. En la habitación donde vivía la familia también reinaba la penumbra, que no me impidió distinguir la inconfundible silueta de un gran telar.

Concluida la cena, los hombres desaparecieron y las mujeres nos dispusimos a dormir. Tendieron una espesa alfombra roja en el suelo y todos juntos, mujeres, hijas, cuñadas, viejas y niños nos tendimos sobre ella en un auténtico amasijo de centenares de miembros, entrelazados unos con otros, buscando los acomodos más insólitos; y cubiertos por otra alfombra dormimos hasta el amanecer.

II. El primer cojín

La idea de estos trabajos empezó a rondarme por la cabeza antes de decidirme a comprar los primeros tejidos. Pero es que cuando llegó Toni Estrany, gran comprador y regateador implacable, decidí aprovechar la coyuntura, y salí a comprar con él.

En un bazar, Toni escogió cuatro cojines del Medio Atlas, a los que yo añadí otros dos, con la idea de hacer una compra conjunta. Tras un ardoroso regateo, no llegamos a ningún acuerdo y nos fuimos con las manos vacías. Toni regresaba a la península al día siguiente. Antes de despedirse me encargó que le comprara sus cuatro cojines por el último precio que nos habían pedido. Volví al bazar. Con gesto complaciente volvieron a sacarme nuestros seis cojines. Comprobé que la marca que el día anterior habíamos tenido la preocupación de dejar, seguía en su sitio. Pagué y me fui.

Durante el camino de vuelta intuí que algo no cuadraba. El día anterior, los dos cojines que yo había elegido me habían entusiasmado. Ahora, sin embargo, al volver a verlos, simplemente me habían gustado. Iba perpleja por mi reacción de desencanto, por tanto, volví sobre mis pasos y entré de nuevo en el bazar. No sabía muy bien porqué, a fastidiarles, supongo.

-Monsieur -dije- Est-ce que mon ami a choisi seulment 6 pour le prix convenu?
-Oui, 6 tissues -contestó él.

Yo, absolutamente aturdida y enfadada conmigo misma, tardé un buen rato en reaccionar.

-Mais, ce sont ceux-ci?
Él: -Oui, regardez-vous la signal.

Yo, mirando la señal y rabiando. Me sentía estafada, pero no con el comerciante, sino conmigo misma. Lo único que acertaba a decir, una y otra vez, era:

-Mais j'aimais mieux une autre.

El caso es que seguí allí plantada, sin moverme. Debía tener una inmovilidad pétrea porque después de algún tiempo Mohamed, que así se llamaba, me dio una coartada para un crimen que no me había ni olido: que quizás se habría confundido. Rápidamente hice que Mohamed volviera a sacarme todos los cojines que tenía en la tienda. Entre ellos apareció el que la víspera me había emocionado tanto. Apenas lo recordaba, pero al verlo, lo reconocí inmediatamente.

Hoy, conociendo más los tejidos de esa región, he llegado a entender el porqué de su actitud y el porqué de mi elección.

De ese primer cojín he hecho, muy a gusto, dos versiones.

III. Hotel Souría

De la dueña de aquel hotel conservo muchos recuerdos, a cual peor. Y aunque después de larguísimas estancias me liberé de sus garras mudándome al hotel de enfrente, necesito que pasen muchísimos años para recordar alguna de sus ((excelencias)) sin alterarme profundamente. Así es que mejor cuento una escena familiar que presencié escondida en la terraza:

Era de noche. Una noche apacible. Estaba sola en mi habitación cuando escuché unos gritos espeluznantes de mujer. Alarmada, me asomé a la terraza, no tanto por ver si podía servir de ayuda, como por comprobar si era cuestión de salir huyendo de aquel lugar. En un rincón del patio, de estilo andalusí, la nieta de la dueña forcejeaba con su tío. Su brava resistencia fue inútil, y aquel animal terminó por reducirla y echarla al suelo a horcajadas. Ella gritaba y sollozaba.

Al rato se hizo el silencio. Cesó la lucha. Terminaron los chillidos. La chica se incorporó y volvió a sus obligaciones, como si tal cosa. Todos tan amigos. Allí no había pasado nada. En el suelo, apareció una mancha negra que la vieja, con expresión de dulzura, limpió con una escoba y una pala. Era la melena de la alegre muchacha.

IV. El zoco de la lana

El zoco de la lana no es exactamente un lugar maravilloso, pero, a pesar de sus muchos inconvenientes, es el que prefiero. Está emplazado en pleno zoco, y para visitarlo hay que madrugar muchísimo. En realidad, termina antes de que los demás bazares hayan empezado siquiera a abrir sus puertas.

Está ubicado en una plaza bastante destartalada, a la que es imposible acceder, sin ser estrujada por una gran multitud que bloquea la puerta de acceso. Infinidad de personas compran y venden ropa usada, vigilando con un ojo la mercancía, y con el otro la posible llegada de la policía para echar a correr. Ambos inconvenientes, la hora y esa barrera humana, por la que literalmente hay que trepar para acceder a la plaza, hacen que sea un lugar que nunca visitan los extranjeros. Esto tiene la ventaja de que allí nunca me he sentido como una presa de caza. Más bien despierto indiferencia.

En el zoco de la lana hay un hombre que, por su aspecto y su comportamiento, es la imagen misma del malo de un cuento de las Mil y Una Noche en versión cinematográfica de Hollywood. Es mi principal vendedor y, aunque lo trato regularmente, siempre que lo veo siento como un escalofrío. Nos enzarzábamos en grandes discusiones para, entre imprecaciones y maldiciones, ¡llegar al precio de siempre! Yo llego a sentirme tan irritada como ellos, sólo que a ellos se les pasa en cuanto se hace el trato, y a mí me dura toda la mañana. Con el agravante de que, al tratarse de personas que vienen de las aldeas de los alrededores, no cuentan por dirhams y a veces los regateos se alargan indefinidamente, para comprobar, al final, que estamos diciendo lo mismo.

Muy cerca del vendedor hay otro personaje de Hollywood: éste es uno de esos secundarios, cuyo papel consiste en hacer que Simbad yerre su camino. En la realidad es el honrado poseedor de una báscula, árbitro imparcial de las transacciones. Sentado en el suelo, lleva a cabo su trabajo -pesar la lana- con la misma solemnidad con que juzgaría a Susana y los viejos, aunque su cara haga pensar, más bien, en uno de estos últimos.

Los viernes es el día de asueto, y si alguna vez olvidándolo he ido me he sentado en unos soportales que la dividen oyendo aún las voces del día anterior, sorprendida de que en aquel espacio reducido pudieran bullir tantas cosas:

sacos repletos de pedacitos de xilaba, de trocitos minúsculos de piel de oveja, de ovillos de múltiples colores, lana por hilar, lana de cabra, todo ello esparcido por el suelo, defendido por su propietario. Veía a las mujeres totalmente cubiertas con pañuelos, velos, entrar y salir sin apenas detenerse.

En los muros hay minúsculos almacenes, que, desde el medio de la plaza donde la luz del sol es intensísima, parecen manchas negras. Era en estos diminutos refugios donde algunas mujeres, una con la cual me unió más tarde la amistad, al abrigo de miradas indiscretas, entablaban conversación conmigo y miraban perplejas fotografías de mi trabajo.

V. Fátima

Fátima fue la persona encargada de atenderme los días que pasé en el pueblo, pues, según decía, era la única que hablaba y entendía el francés. Sus conocimientos, en realidad, se limitaban a dos o tres frases:

-Oui Madame.
-Bon jour, Madame.
-Gateau, y poco más.

Nunca hubiese imaginado la cantidad de cosas que llegó a contarme con un vocabulario tan reducido.

Fátima era muy joven y excepcionalmente hermosa, sin embargo, ya tenía sobrada experiencia de los sinsabores de la vida.

Su madre murió siendo ella muy niña. Fue criada por su abuela, mujer curiosísima, y tuvo una infancia sin mayores problemas gracias a que su padre disfrutaba de una holgada posición.

A su debido momento fue prometida en matrimonio a un joven muy apuesto y de buena familia. Se enamoraron perdidamente el uno del otro, y ambos esperaban ansiosos el día de la boda.

Cuando los preparativos de la boda se encontraban ya muy avanzados, el padre de Fátima murió dejando a su familia en la ruina. Para colmo, Fátima sufrió un accidente que le dejó como secuela una suave cicatriz en los labios. Eran motivos más que sobrados para que la balanza se desnivelara en su contra. La madre del novio rompió el compromiso tras una violenta reunión en la que ella y el novio lloraron y lloraron en silencio.

Fátima lloró inconsolable días enteros y supo que su novio también lloró sin cesar durante muchos días.

Esta historia me la contó por primera vez una radiante mañana, mientras paseábamos por el campo de trigo que rodeaba el pueblo, y yo contemplaba su bonita figura recortándose contra el cielo. Después volvió a contármela miles de veces.

Cuando yo la conocí, la habían vuelto a comprometer con un hombre de Casablanca, al que ella esperaba llegar a amar una vez que ya estuvieran casados. Se habían visto en varias ocasiones y ella siempre aprovechaba para insistirle en que los vicios eran malos y que, por amor, deberían dejarlos. Ella, el café y él, su afición a "esos polvos blancos".

VI. La boda

La idea de una boda marroquí excitaba mi fantasía y mi curiosidad antropológica. Interrogué a una mujer al respecto. Esperaba de ella toda clase de pormenores y detalles. Esto fue lo que me contestó:

-Oh! Una boda marroquí es muy divertida. Después de la fiesta consiste en siete días encerrados pour le bebé, pour le bebé, pour le bebé...
-Ah!

VII. La cabra

Cuando llegué a la casa, Rachida estaba en la terraza con los animales. Tenía unos diez años y se encontraba en un estado de total suciedad y dejadez, víctima de un castigo ancestral, mediante el cual intentaban moldear su carácter agreste y tempestuoso.

La tarde, como casi todas en Marraqués, era magnífica. El cielo era de un azul radiante y purísimo y el Atlas se divisaba a lo lejos, imponente, con toda nitidez. La nieve cubría totalmente las montañas.

Puede parecer raro, pero esta visión, contemplando a Rachida, en vez de estimularme, me hacía sentir un poco aplastada, como si me arañara los sentidos. Por alguna extraña causa, que no acierto a comprender, la belleza de la Naturaleza me producía una cierta irritación. Soy de las que piensan que las bellezas naturales están bien una vez que pertenecen al territorio de los recuerdos, o de la imaginación, pero que en la realidad hay que ser fuertes y estar prevenidos para que su indiferencia no pueda con nosotros.

Nos entretuvimos juntas dándole de comer huesos de dátil a una cabra tan grande casi como un camello. Cuando ya había engullido varios ella misma se propinaba fuertes patadas en el buche para que le cupiesen más. De tanto en tanto, Rachida me prevenía con grandes aspavientos de un posible pisotón de la cabra. Yo no le hacía mucho caso y me sentía más preocupada por un posible mordisco, pero al parecer, aquella cabra había sido educada para no hacerlo. La voracidad es de por sí un espectáculo, y debo reconocer que las cabras resultan muy graciosas y entretenidas. De repente paf! mi dedo pulgar quedó hecho trizas. Durante tres días tuve que permanecer totalmente inmóvil y la cojera me duró más de quince días.

Rachida y yo, entre grandes alaridos y aún mayores carcajadas, sentimos cómo la alegría de la vida volvía a entrar en nuestros angustiados corazones.

VIII. La capa de los Beni Waraim

Entrar en ciertos bazares del zoco produce bastante fastidio físico. Algunos bazaristas son demasiado insistentes y, una vez que te conocen, siempre te asaltan y te acosan con pesadas muestras de amistad que, en realidad, sólo esconden un interés comercial.

El bazar donde encontré esta capa no era exactamente de éstos, pero le faltaba poco. Pertenecía a dos jóvenes hermanos que solían tener buenas piezas, aunque muy caras.

Conozco más o menos el precio de las piezas, pero no hay que olvidar que, en un comercio basado en la oferta y la demanda absolutamente libres, los precios siempre son aleatorios. Sí uno encuentra una pieza única y demuestra un interés muy grande por ella, su valor sube automáticamente, y el comerciante también la considerará su tesoro más preciado.

Para manejarse con alguna fortuna en un terreno tan ambiguo y resbaladizo, lo primero que hay que aprender es a cultivar las artes del disimulo. En mi caso, lo primero que hice fue dejar muy claro que yo carecía por completo de recursos propios, y que Luis no sentía el menor interés por esa clase de tejidos. Cosa, esta última, no muy alejada de la verdad y que a mí me ayudaba a regatear aún con más fuerza.

Desde que había decidido comprar algunas piezas de tejidos marroquíes para realizar, a partir de ellas, mis propias versiones, mi principal problema radicaba en cómo delimitar el terreno. Me sentía un poco perdida entre tantas y tan variadas tradiciones textiles. Empecé, pues, comprando algunas piezas sueltas, fiándome de mi ojo y de mi intuición pero sin estar por completo segura de si iba a trabajar posteriormente sobre ellas.

Fue al ver en aquel bazar aquella capa de los Beni Waraim que sentí de inmediato esa emoción indescriptible, ese extraño cosquilleo que anuncia los momentos realmente cruciales. En un instante todas mis dudas anteriores se disiparon y, como por ensalmo, fueron sustituidas por una firme determinación: mi trabajo no sólo se iba a limitar a los tejidos del Medio Atlas, sino que, entre ellos, a una parte muy especial, aquellos basados en la superposición de franjas. Si buscaba lo esencial, allí delante lo tenía en su expresión más depurada.

Aquella capa, además, era especial. Aunque hubiera podido elegir entre millares -y ya había visto muchas- estoy segura de que la hubiera seguido prefiriendo a todas. Las capas de los Beni Warain son, en general, muy sobrias y austeras, pero aquella resultaba fascinante precisamente por su jovialidad.

En los tejidos en general -si fuéramos sinceros diríamos que en todas las artes- hay una fuerta impronta decorativa realmente muy atractiva en sí misma, pero demasiado sometida a la costumbre y a la necesidad del uso cotidiano.

Ese fuerte dominio decorativo no ha impedido que las grandes civilizaciones textiles desarrollen un lenguaje de gran carga conceptual que pone de manifiesto verdades esenciales de nuestro pensamiento y del mundo en el cual estamos inmersos.

Las mujeres del Medio Atlas han radicalizado conceptos como la asimetría, la ausencia de tema central, la relación entre lo horizontal y lo vertical (cosa curiosa, las franjas son tejidas horizontalmente para ser vistas verticalmente), la igualdad en importancia de las franjas en una visión global para diferenciarse en una mirada más atenta.

En ese predominio de la esencialidad sobre la decoración es cómo vi esta capa blanca de los Beni Warain, así es que me liberé como pude de los pensamientos laberínticos en que había caído e intentando poner los pies en la tierra, decidí comprarla.

Regateé cuanto pude. El método que mejor domino es el de mostrarme indiferente por lo que realmente me interesa y demostrar interés por lo que está al lado. Pero lo que más me ayudó en esta ocasión es algo difícil de explicar, como una sensación de indiferencia hacia todo, hacia el bazar, hacia los dos hermanos, hacia la vida misma... esa extraña lasitud que se apodera de nosotros después de grandes emociones y que hoy, al rememorar aquel momento, vuelve a invadirme de nuevo.

IX. Jadija (el hamman)

En el hamnan Jadija discutía y chillaba continuamente. Yo hacía como si no fuera con ella pero me irritaba pensar que pudiera molestar a las otras mujeres y, sobre todo, nunca entendí cómo podía derrochar tantas energías en un ambiente tan dado a la laxitud como el de los baños. Jadija discutía por todo: el cubo, el espacio, las salpicaduras..., parecía aprovecharse de que en aquel recinto cálido y lleno de vapor nadie tenía interés ni ganas en llevarle la contraria. Todo lo contrario. Allí el único interés de las mujeres, somnolientas y como idas, estriba en rascarse la roña hasta dejarse la piel a tiras. Jadija nunca se encontraba a gusto en ninguna de las salas.

Siempre tenía un achaque para justificarse. Cuando estábamos en la caliente decía que su corazón era demasiado débil para soportarlo. Cuando estábamos en la templada, empezaba a sentir frío... Yo sabía perfectamente que el origen de todos sus males era muy otro: pertenecía a una noble familia de Marraquech arruinada y destruida, y ésta era la razón de su soltería.

La comprendía pero tampoco quería que me escamoteara los momentos más placenteros que he vivido en Marruecos. ¿Habéis leído el Cantar de los Cantares? Pues es el único ejemplo que se me ocurre para describir lo que es un hamman. Cada vez que Jadija sufría uno de sus frecuentes arrebatos, mi táctica consistía en hacer como que no iba conmigo. Ir al baño con ella era siempre una aventura pero a mí me gustaba. Cuando más extasiada me encontraba unos chillidos atroces me devolvían a la realidad bruscamente. Con malos modales Jadija me reprochaba mi forma de frotarme o me decía que debía volver a enjabonarme el pelo porque aún olía a sucio. Estos consejos, en realidad no eran sino la excusa para que ella misma me hiciera un masaje, es decir, me breara todo el cuerpo a conciencia.

Así es que a pesar de que ella se niega a ir al baño de la Bahía que es mi preferido -quizá por eso mismo o quizá porque esté peleada con la encargada-, a pesar de que siempre me digo a mí misma que es la última vez, cuando vuelva a Marraqués inevitablemente le propondré ir al baño juntas, porque a pesar de todos los pesares, me gusta ir al baño con Jadija.