Ecrits

Propios

Ciudades vividas. Luis Claramunt
2012 Texto para el catálogo El viaje vertical, exposición de Luis Claramunt para el MACBA y el MNAC.


Luis Claramunt nunca viajaba a países, nunca a Francia, a Alemania o a Marruecos, solo «iba» a ciudades: iba a París, a Viena, a Marraqués o a Bilbao, y las recorría sin descanso de un extremo a otro con paso ligero aparentemente con prisa por llegar a una cita o a algún lugar aunque no fuera así sino que, como viajero, eligió el viaje como destino y las calles como el paisaje donde transitar la vida.[1]

 

 

Barcelona. Al margen y al límite

Desde principios de los años setenta hasta mediados de los ochenta, Luis Claramunt vivió en el barrio Chino de Barcelona. Le atraían muchas cosas de ese lugar donde la noche bullía, se escuchaba buen flamenco y se vivía al margen y al límite. La gente atravesaba la oscuridad buscando colores estridentes y olores agrios. Había alegría y fiesta pero también desesperación, injusticia y abandono. De aquellas noches nacieron cuadros como los retratos de Juan y el del Gato.

A Juan le llamaban «el perro». Según contaba él mismo, el mote se lo pusieron de niño unos vecinos gitanos que le vieron comer unos huesos; lo empleaban amigos y enemigos ya que reflejaba bien lo que veían en él los unos y los otros. Durante unos años compartimos casa, vida y amistad con él y una de sus familias.

          Juan, como muchos gitanos, tenía la apariencia de un indio guerrero de Arizona: fuerte, siempre en alerta, tenso, distante y estirado, de piel más cobriza que oscura, pelo largo y brillante peinado hacia atrás. Tocaba la guitarra en tablaos y fiestas. Su toque era escueto, sin florituras. Se le podía encontrar en el El Patio Andaluz, en el Camarote o en el Tronío, en calles adyacentes a Escudillers, en pleno barrio Chino barcelonés. No eran lugares turísticos ni de ambiente heterogéneo, albergaban exclusivamente a un público, catalán o no, aficionado al flamenco más puro.

          Juan era solitario y respetado. Le ví por primera vez en una terraza de la plaza Real; era verano y llevaba una camisa roja de blonda muy ajustada y transparente que convertía su torso en un fondo recortado por flores. Pasaba de los cuarenta y tenía dos familias. Nosotros fuimos a vivir con su segunda mujer, Charo, el padre de esta, Valentín, y los tres hijos de Juan y Charo. Prima lejana de Carmen Amaya, Charo era tan joven como nosotros; bailaba y cantaba con fuerza, y la acompañé a muchas fiestas. Juan no faltaba a ninguno de sus dos hogares: cenaba con Charo, se iba a trabajar con ella, volvían juntos y se quedaba (con ella) hasta el amanecer, cuando se iba a un poblado del extrarradio donde vivía su otra familia, para regresar al barrio Chino por la noche. Todo ello le acarreaba muchas complicaciones que afrontaba escabulléndose. No tenía salario ni seguridad ninguna, dependía enteramente de los clientes, se «buscaba la vida» tocando de local en local, en una continua fiesta.

          Pero la alegría del barrio Chino es efímera y atenaza los destinos sin respiro. Juan murió absurda y trágicamente: una puñalada acabó con su vida. En el forcejeo de una pelea, unos amigos le sujetaron para apaciguarlo, abriendo el paso de la navaja hacia su corazón. Su muerte se lamentó profundamente porque era una persona muy querida. El agresor cumplió una condena de dos años de prisión (:el asesino) ya que alegó en su defensa que Juan guardaba una pistola en la funda de la guitarra, a pesar de que sabía ‑como todos nosotros‑ que era de juguete y que, lógicamente, no fue esgrimida aquella noche. Nadie en el juicio contradijo su versión, aunque del agresor, también gitano, se comentaba que desde hacía años los celos hacia Juan latían peligrosamente en su interior. El homicida había sido condenado anteriormente por un hecho similar.

          El cante gitano, con su desgarro y belleza, atenúa la crueldad de la vida y el dolor que conlleva. Algo de esto debió sentir Luis cuando años más tarde pintó a Juan sobre su guitarra.

Juan y el Gato le habían «tocado» y así se aprecia en su obra.

El retrato del primero es más lírico, el del Gato es expresionista, de líneas torturadas y contornos negros. Vivía de cantar y, en verano, recorría la Costa Brava con un grupo flamenco acompañando en el escenario a la Singla, bailaora de pies descalzos; también conducía la furgoneta que les llevaba de un lugar a otro. En cuanto acababan esas galas veraniegas, volvía a cantar al barrio Chino. Como bautizamos a uno de sus hijos nos convertimos en compadres. Tenía muchos hijos por lo que, cuando las fiestas flamencas empezaron a escasear, el Gato se marchó a Francia amparándose en una ley que incentivaba económicamente la natalidad y que atrajo a muchas familias gitanas.

El azul que Luis empleó en ambos cuadros era el mismo que utilizaba para pintar el cielo de Madrid y el de Horta de San Juan, un azul intenso que conmueve a todo aquel que ha vivido bajo el cielo plomizo de las ciudades cercanas al mar, un azul cerúleo que aparece antes del atardecer y se mantiene hasta bien entrada la noche. El azul del crepúsculo (que) envuelve a ambos amigos y al propio Luis en mis recuerdos.

 

 

Sevilla. Perspectiva y puente

Cuando en 1985 se fue a vivir a Sevilla, la ciudad ya no era la de años anteriores, destino deseado desde donde proyectábamos los viajes a los festivales y encuentros de cante jondo que se celebraban durante los meses de «la calor».

Durante los setenta y principios de los ochenta, los veranos eran el Sur. Viajábamos de la Caracolá de Lebrija al Gazpacho Andaluz de Morón de la Frontera o al Potaje de Utrera, de Jerez a Ronda o a cualquier otra población en la que estuvieran anunciados la Fernanda y la Bernarda, el Agujetas, el Chocolate, el toque de los «Moraos» o los «Parrillas» y, cómo no, el Camarón o cualquiera que todavía cantara como lo hacía antaño la Piriñaca: «cuando canto, me sabe la boca a sangre.» Para acabar tomando un fino con las hermanas de Utrera o con Joselero, o compartir barco y mareo con el Terremoto de Jerez camino de Ceuta y más cantes y más fiestas. Cada verano se repetía la ruta; en invierno, íbamos a los tablaos de los aledaños de Escudillers. Las bulerías, las soleares, las seguidillas y… la pintura.

Ese viaje a Sevilla no tuvo retorno; la pintura fue el único motivo para ir y para quedarse: se había vuelto celosa e inaplazable. Como por doquier en el mundo del arte se impuso un hoy apremiante cada vez más obsesivo. Adiós a Barcelona, adiós a los paseos por la Barceloneta, por el puerto o por Escudillers, adiós a los amigos, adiós a los compadres gitanos y a esos «quejíos cantaos» que colmaban el alma.

En Sevilla, Luis Claramunt amalgamó trabajo y vida como nunca antes lo había hecho: la pintura llegó a regir sus encuentros personales, a partir de los cuales, afortunadamente, halló buenos amigos. Ante unas perspectivas profesionales como nunca antes había tenido, se acabaron las excepciones y desapareció cualquier interés ajeno a la pintura o al reconocimiento de ésta.

Se encerró en una nave industrial del barrio de la Macarena, cerca del Pumarejo. Preparó veintitantos lienzos de dos metros por tres y también unos cuantos de diferentes tamaños; en dos meses ―en junio y julio del ardiente verano sevillano―, realizó una serie de obras sobre la ciudad con el que se despidió de un modo de hacer y sentir la pintura. Cayó gravemente enfermo.

Su estilo expresionista de grandes trazos, esquemáticas figuras y paisajes delirantes persiste en esos cuadros, que todavía conservan la fuerte empatía hacia el sufrimiento humano de su obra anterior. Sin embargo, presentan una complejidad mayor en la composición y en la estructuración del espacio pictórico, una paleta reducida, y carecen de la textura de sus primeros cuadros.

Pinta la ciudad a través de una perspectiva distorsionada, multiplicada y con marcados puntos de fuga, una perspectiva alejada de la geometría elegante y segura renacentista que marca el dominio, más allá del horizonte, sobre el punto de fuga. En algunos cuadros  el lugar hacia donde el viandante avanza parece temblar y elevarse convirtiéndose en una meta imposible. En La iglesia de san Luis, la calle no tiene un punto de fuga hacia donde dirigirse, no es ni una meta ni un más allá, es un triángulo que se alza erguido impidiendo el paso y cuya cúspide ni siquiera señala el cielo, porque lo corta el borde del cuadro. La iglesia, a pesar de su marcada y abierta forma triangular, igualmente retrotrae la marcha por su imponente mole. Quien conozca el lugar al que alude el cuadro, sabe cuánta verdad hay en él y quien viviera aquel tiempo y las consecuencias que trajo, también.

Un hombre cruza el río. A mitad del camino, desafiando el sentido de las cosas y su propia fragilidad, hace del puente un mirador. Asomarse le exige más fuerza de la que tiene, se agacha, se aferra a los barrotes y empieza a subir. Cuando está otra vez de pie, como en los cuentos y en las leyendas, tiene una visión. El río es una cascada que amenaza con destruir todo lo que encuentra a su paso e intente contenerlo. El hombre no tiene vértigo, tiene miedo. No hay más que seguir andando de una orilla a la otra, de miedo a miedo. Cuando retoma la marcha, cabizbajo, elude el horizonte y el río vuelve a estar contenido en una mancha plomiza aplastada por el cielo. No recuerda a cuál de las dos orillas se dirigía, ni siquiera si se dirige a alguna, porque sabe que en ninguna de ellas va a encontrar alivio.

 

 

Marraqués. Jamal El-Fna, el nirvana

Luis Claramunt no iba a Marraqués de vacaciones, iba a trabajar, y solo cuando los lienzos y el equipaje estaban empaquetados para un retorno en tren, barco y autobús, se acercaba al barrio de Gueliz a tomar unas cervezas en la barra del Renaissance. El resto del tiempo lo había pasado recorriendo la medina, sentado en Jamal el-Fna o pintando en la terraza de la habitación donde solíamos hospedarnos. Entre 1985 y 1990, Luis pasó en esa ciudad más o menos cuatro meses al año.

Historias y situaciones que contar hay a millares, porque allí cualquier cosa se convertía en algo fabulado. Nosotros, extranjeros, solo vivimos situaciones provechosas y no tuvimos que sufrir nada más allá de algunos percances anecdóticos que a la postre nos divertían.

De Marraqués siempre recibimos más de lo que pudimos darle, mucho más. Marraqués era una tregua, como lo era Horta de San Juan, solo que la paz que nos ofrecía era absoluta. Durante más de veinte años, Horta de San Juan, con su imponente paisaje y su cercanía a Valderrobles, fue el refugio, pero Marraqués era el nirvana. Cuando pienso en ello y por extensión en Marruecos, digo: «Gracias.»

Transitar la ciudad, sentir los olores, el color, vivir la atmósfera y la cercanía de la gente hacia nosotros era maravilloso. Vecinos, camareros, comerciantes o músicos fueron reconociéndonos, como nosotros a ellos. Siempre me sorprendió que, cuando estábamos allí sentados en la terraza de un bar, no se nos partiera el alma viendo tantos inválidos, muchos de ellos operables; pero no, Jamal el-Fna, la plaza por excelencia, te absorbe en su rueda y acabas viendo solamente una palestra de luchadores que magnifican la vida. Y aunque el dolor nunca desaparezca, se anestesia.

Luis Claramunt retrataba, envueltos en color ―sin luz y sin sombra―, a todos los que deambulaban por la plaza mostrando alguna singularidad, que eran casi todos, decantándose principalmente por los que, por eficacia mendicante, exhibían una mayor extravagancia en su atuendo o en su minusvalía. También pintaba a transeúntes atareados cuyo trasiego era indicio de un apremiante buscarse la vida.

Luis Claramunt consiguió, diluyendo el óleo como si de una aguada se tratara, un estilo directo y rápido, cercano a la simplificada abstracción de Los marroquíes de Matisse. A su manera, Luis Claramunt fue un pintor orientalista idealizando las escenas, insistiendo en el exotismo, en los detalles y en el color; pero en vez de personajes tocados con turbantes de seda en ambientes fastuosos o mujeres remoloneando en el harén, hizo de los mendigos, de sus harapos, de sus posturas insólitas y de las peculiaridades de los viandantes el objeto de sus cuadros, aunque el sujeto siempre fuera su pintura (como siempre lo era).

……

Si La ciega pudiera ver su retrato en el museo… Si «el cojo de los dos pies» [Sin título, 1986] pudiese andar tanto como su cuadro… Si Omar actuara en el Auditorio… Y si Luis…

 

 

Madrid. era una fiesta

Luis Claramunt se instaló en Madrid a finales de 1989, cuando ARCO, las galerías de arte y los museos estaban en permanente actividad, auguraban triunfos y se llenaban masivamente. Tenía amigos y galería. Eran momentos de esperanzas, bonanza económica y despilfarro.

Madrid era su meta desde hacía muchos años, mientras que Sevilla había sido el puente para llegar a ella. Madrid es calle y calle llena de gente donde uno se siente a gusto. En Montera donde tiene su vivienda, el bullicio de la calle, una de las más transitadas, sube a los pisos más altos y, a través del balcón de su estudio, siempre abierto, se cuela hasta el último rincón de la casa. No es la primera vez que Luis Claramunt pinta Madrid: unos años antes, a principios de los ochenta, había realizado una serie de paisajes urbanos, paisajes exentos de personajes. La ciudad española con más gente recorriendo día y noche sus calles, en sus cuadros está completamente vacía.

Fascinado por las imágenes figurativas, no manifestaba ningún interés por la geometría ni por el ornamento; sin embargo, en los noventa, ya instalado en Madrid, va desplazando los objetos y las figuras de sus cuadros en pos de unas formas marcadamente gestuales, llevando su pintura a su máxima abstracción. En la ciudad donde siempre hay vida en la calle, vuelve a reducir, como en la primera serie, los elementos figurativos y elimina la presencia humana, que queda contenida en la intimidad del papel. Por ello, bajo la mirada y los pinceles de Luis, nunca sabremos cómo eran esas personas que viven, como él vivía, transitando las aceras de Gran Vía; ni sabremos qué huella deja, en sus caras y portes, la soledad que se esconde en el bullir de los bares. De esos años solamente sabremos de su yo lacerado en Naufragios y tormentas, Verdugos y tormentos y en sus Pinturas ciegas.

Al mismo tiempo, aunque de modo esporádico, hace fotografías de un tentadero de Sevilla, de la ciudad de Bilbao, de la dehesa salmantina y la isla de La Palma. La fotografía le ofrece la inmediatez que siempre había buscado y el reencuentro con la realidad tangible, terreno en el que, como artista, siempre se había movido, porque Luis Claramunt amaba lo que los ojos ven. Cuando murió, el balcón de su estudio estaba abierto.

Si Madrid era una fiesta, duró poco.

 



[1] Teresa Lanceta: «Luis Claramunt, viajero de libros y ciudades», en Henry de Monfreid y Luis Claramunt: Los secretos del mar rojo. Valencia: Col·legi Major Rector Peset, Universitat de València, 2005.