Vibraciones
Si uno pudiera ser un piel roja, siempre alerta, y sobre un caballo que cabalgara veloz, a través del viento, constantemente estremecido sobre la tierra temblorosa, hasta quedar sin espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta perder las riendas, porque no hacen falta riendas, y que en cuanto viera ante sí el campo como una pradera rasa, hubieran desaparecido las crines y la cabeza del caballo.
F. Kafka, Deseo de ser piel roja.
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Que escribir y tejer son de la misma familia queda indicado de modo evidente en el término texto, que procede del latín, textus, participo del verbo texo que significaba: tejer, trenzar, entrelazar… El gesto de escribir, como el de tejer, consiste en seguir la línea hasta su final, y llegados ahí, continuar en la línea siguiente. En la escritura es esta característica la que permite diferenciar el movimiento del verso del de la prosa, obligada esta última a llegarse hasta el final de la línea mientras el verso rompe este trayecto de continuo, dejando a menudo la frase en suspenso y dándole terminación en la línea siguiente. Es lo que se conoce como encabalgamiento. También en el tejer la trama salta a menudo a la línea siguiente para seguir allí su dibujo, buscando la vertical. En Idea de la prosa, Agamben establece la diferencia entre prosa y verso precisamente en esa particularidad, relacionándola con el léxico agrícola. Versura, en latín señala el punto en el que el arado, al final del surco, da la vuelta.
He recordado esta familiaridad entre escribir y tejer leyendo los textos que Teresa dedica al Raval, cuando todavía se llamaba el Barrio Chino. Me ha hecho caer en la cuenta de que los textos también se urden, y también se sigue su trama al leerlos…
Y recuerdo ahora que esto es algo que Cervantes ya tenía muy presente, según se desprende de la comparación que estableció entre la traducción literaria y el revés del tapiz, hacia el final del Quijote (segunda parte, capítulo LXII): «Me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que, aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz».
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Del gesto de tejer, retengo lo que Teresa le contó a Marta González en el año 2000: «Tejer es una técnica hipnótica basada en la repetición de un mismo movimiento, cuyos resultados no se perciben de inmediato. La imposibilidad física de ver toda la pieza mientras se va tejiendo, ya que se enrolla a medida que se avanza, enriquece el fragmento y le da autonomía, al tiempo que exige una comprensión global de la composición que debe guardarse en la memoria durante el largo período de ejecución. Es una técnica que potencia una peculiar y gratificante concentración aunque, como en cualquier otra actividad artística, sea cual sea su tratamiento, nada logre paliar la fuerte tensión y el profundo desasosiego del proceso creativo».[1]
Y también, muy especialmente, el que se subraye que el trabajo de tejer no permite enmendar los errores o desvíos que se producen respecto del plan de composición inicial, y que esta constatación se eleve a la categoría de lección moral a retener: «El trabajo del telar me parece como la vida: lo hecho, hecho está y se ha de vivir con ello».
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Con Teresa, nos conocimos de estudiantes, cursando Filosofía y Letras (así se llamaba entonces la carrera) en el edificio de la Universidad Central de Barcelona. Comencé mis estudios en 1967, al año siguiente de la Caputxinada, con las primeras elecciones estudiantiles convocadas por el Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona, y ya en la primavera de primer curso comenzaron a dejarse sentir las réplicas del mayo del 68, momento a partir del cual nada volvió a ser lo mismo. Fue por entonces cuando nos conocimos. Los cronistas llaman a aquellos tiempos (de 1969 a 1975), los años del radicalismo estudiantil. Y así fue, y no sólo en Europa, también en Estados Unidos con los movimientos de rechazo a la guerra del Vietnam, la deserción hippie y la emergencia de la cultura underground, la contracultura. Se recordará que el festival de Woodstock tuvo lugar en agosto de 1969, así como el Festival Cultural de Harlem (rescatado no hace mucho por la película The Summer of Soul, dirigida por Ahmir Thompson, Questlove). En la Universidad Central, comienza el año 1969 con el asalto al Rectorado, en un intento de defenestrar al rector, que fue finalmente reemplazado por un busto de Franco que acabó volando por los aires. El mismo día, el 17 de enero, era detenido en Madrid Enrique Ruano, estudiante y miembro del Frente de Liberación Popular (FELIPE), que moriría, él sí, defenestrado por la Brigada Político Social de la policía tres días después. Al poco, se proclamó en toda España el Estado de excepción. A partir de ahí se sucedieron las suspensiones periódicas de las actividades universitarias bien por decisión de las autoridades académicas o por orden gubernativa, a resultas de la situación de ingobernabilidad general reinante, que es como se calificaba oficialmente nuestra deriva insurreccional. En 1970, en diciembre, las movilizaciones (“algaradas”, era su nombre habitual en los partes oficiales) tuvieron como desencadenante el Consejo de Guerra de Burgos contra dieciséis militantes de ETA, en el que acabaron dictándose nueve sentencias de muerte (finalmente conmutadas, a resultas de la presión internacional). Ni que decir tiene que aquello nos valió un nuevo Estado de excepción, primero en Euskadi, y luego en toda España. Y al año siguiente, vuelta a empezar: la promulgación de la Ley General de Educación propiciada por el entonces ministro Villar Palasí (del Opus Dei), fue lo que actuó de detonante, y la furia estuvo activa durante largo tiempo. De este modo iban las cosas por entonces...
Creo que no llegamos a cursar ningún año de estudios al completo.
Lo que recuerdo bien es que, conforme la represión se fue brutalizando más y más, nuestro deseo de libertad se volvía cada vez más salvaje, y en una u otra forma la clandestinidad iba convirtiéndose en un modo de vida.
Y también que, a principios de los 70, hizo su aparición la heroína en la Universidad Central. «La regalaban al que estuviera a tiro y en esas edades estamos a tiro prácticamente todos» - escribe Teresa. Y añade: « La primera vez que mi generación se asomó al mundo lo que vio fue una quimera envenenada».[2] Take a walk on the wild side – cantaba Lou Reed en el 72...
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Para Teresa fue el flamenco la música que le tocó el corazón; el cante. «El flamenco me crujió y descubrí que la excepción es la regla que nos hace posible» - escribe.[3] Y recita: el Tronío, el Camarote, la Macarena o el Patio Andaluz… Lugares de fiesta y cante; juergas, bodas y bautizos…
«Cuando te acercas a los gitanos, cuando vives con ellos y disfrutas de su arte, cuando conoces las alfombras hechas en telares móviles, el mundo se ensancha, tu tierra es la que pisas y tu hogar es siempre a dónde vas, no de dónde vienes, porque el regreso no es una vuelta sino una ida perpetua. Esto es el rombo. El rombo no tiene horizontales ni verticales, sino que está hecho de diagonales que forman tramas ilimitadas. En su expansión reiterativa, la red romboidal no delata coordenadas, no tiene centro ni marco, sino que es una red de partes iguales. La repetición no es un enemigo sino un valor que asume variaciones y transgresiones. El rombo es un horizonte».[4]
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Cuando en este país, muerto Franco y proclamada la Constitución, comenzaron a normalizarse las cosas, con Teresa nos perdimos la pista, y no fue sino años y años después que volvimos a encontrarnos nuevamente. Iban llegando sin embargo noticias de ella de tanto en tanto, de su trabajo, cada vez más. Y me parecía reconocer en las cosas que decía en algunas entrevistas lo que eran sus gestos de antes, su talante. Y fue una manera también de ir aprendiendo a entrar en su trabajo, a captar sus vibraciones – habríamos dicho en los tiempos de estudiantes, con una palabra comodín de entonces. Pienso que ahora vendría providencialmente bien esta palabra para tratar de hablar de la experiencia que tengo su trabajo, y decir lo que siento vibrar en él y con qué vibraciones. Porque entonces, lo primero que veo rítmicamente repetido cuando estoy ante una de sus piezas es el primer momento del descubrimiento del hilo de algodón, el flechazo repentino de la materia.[5] Y con un amor cuyo devenir artístico busca las zonas de vecindad con el quehacer artesanal, compartiendo ese mismo amor por la materia, que empuja a darle una forma cumplida. Reconozco esta misma vibración cuando veo que Teresa no acostumbra a hablar de su hechizo ante los tapices (de las tejedoras marroquíes, pongamos por caso), sin hacer extensivo este hechizo a las ornamentaciones artísticas de los objetos cotidianos. Y la vibración se va modulando entonces, apuntando al tapiz como objeto doméstico, aparece la casa, aparece la mujer trabajadora también.[6] Aparece el barrio Chino y sus vibraciones gitanas, el ambiente en el que eligió vivir Teresa cuando comenzó a tejer. Y recuerdo la respuesta que daba a la pregunta de si fue feliz en aquellos tiempos. Decía: «¿yo era feliz?, ahora no lo recuerdo, la felicidad no estaba en mis planes aunque, si no lo fui, no fue ni por el frío atroz ni el tremendo calor ni lo exiguo del espacio ni por las estrecheces que pasaba y, si lo fui, fue por razones que tenían que ver con el vivir flamenco, ser y estar era lo que quería, un estar al estilo gitano y un ser sin más». Como una vibración en sintonía con algo atávico, poderoso, elemental, como un hilo de algodón, capaz sin embargo de recorrer una infinidad de laberintos. Una vibración que se repite, creo ver. Y la veo atravesada de continuo por la presencia de la mujer trabajadora, por su dignidad y su dolor, su saber trágico acerca de cómo son las cosas, su coraje y su encanto. Y vuelvo a reconocer la vibración de cuando éramos estudiantes, la que nos hacía sentir que la razón forzosamente había de estar del lado de las víctimas, cuando la escucho hablar, en «El paso del Ebro», de aquella niña que «quería saber dónde estaba su padre, como su compañero de pupitre, que sabía que el suyo estaba enterrado en la cuneta que se bifurca camino de la era». Y en la dedicatoria de este texto (un diario de viaje entre Alicante y Barcelona, una vez por semana, de septiembre de 2013 a julio de 2015), leo: «Al brigadista italiano que, mientras esperaba su ajusticiamiento, tallaba… Y a mi tía abuela Teresina que me contaba estas historias». Allí, el 9 enero de 2014 anota: «Al paso del tren por Sagunto, descubro un local de la CNT y la AIT donde ondea la bandera roja y negra que el viento ha enrollado en el corto mástil». Un descubrimiento feliz, que sin embargo no consigue ratificar días más tarde (el 7 de febrero: «No he sabido encontrar la bandera de la CNT que ondea en el local»), hasta que finalmente sí, el 20 de febrero: «Esta vez el local de la CNT permanece abierto, tiene la bandera roja y negra a la derecha de la puerta y los cristales cubiertos de carteles». Y termina preguntándose: «¿Cuántos afiliados son?»; y entiendo, se entiende muy bien el porqué de la pregunta.
En la serie de cinco tapices que hacen cuerpo con este texto confieso que no puedo dejar de ver los raíles del tren que cruza el Ebro; lo he intentado, pero no acabo de lograrlo: escucho el traqueteo, rememoro la humareda de las viejas locomotoras de vapor y el tintineo del martillo que golpeaba las ruedas para comprobar si estaban indemnes, en alguna estación de tránsito… Siento la vibración potente, pesada que va atravesando el río… Y me viene a la memoria una fecha, el 25 de julio de 1938, y recuerdo que se dice que fue aquella una noche sin luna.[7]
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En el interregno entre la muerte de Franco y la promulgación de la Constitución pasaron cantidad de cosas, de una intensidad irrepetible. Volví a Barcelona poco antes de la muerte de Franco, y me incorporé al año siguiente a la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación (así se llamaba entonces, en su nueva ubicación en la Zona Universitaria de Pedralbes), como profesor ayudante. En la ciudad se vivía esa fuerte tensión característica del proceso creativo, según decía Teresa antes, pero el profundo desasosiego que también era palpable (recuérdese el amago de golpe de Estado que se viviría cinco años después, el 23F), venía ahora contrarrestado por una alegría imparable; la propia de saber que por fin era posible respirar a cara descubierta. El barrio en el que vivía Teresa pasó a llamarse el Raval, y, sin perder su vibración habitual, comenzó a incorporar dinámicas que lo acercaban al Soho de Manhattan, que Maragall propondría como modelo para el barrio, en 1992. Destaco solamente un ejemplo, que viví de cerca gracias a la amistad de Pepe Rubianes, con quien habíamos sido compañeros de carrera. Aquel año, La Assemblea d'Actors i Directors de Teatre de Catalunya había ideado un festival de teatro rompedor para el momento, el Teatre Grec, que iba a tener una muy digna y larga historia. Pues bien, pocos meses después un grupo escindido de la AADTC, se constituyó como Assemblea de Treballadors de l’Espectacle, presentando en la fecha canónica un Don Juan Tenorio a múltiples bandas en el Born, que por entonces era reivindicado como Ateneo Popular (pocas semanas antes acababa de inaugurarse el primer Ateneo libertario, en Sants). Y fue precisamente este grupo, unos 150 profesionales en sus orígenes, quien se hizo cargo del antiguo cine Salón Diana, con 876 butacas, en la calle San Pablo, para reconvertirlo en un lugar de experimentación teatral y ciudadana de primer orden. Abrió el sábado de Gloria de 1977, con The Living Theater (7 Meditaciones sobre el sadomasoquismo político), Les Troubadours y Dagoll Dagom (No hablaré en clase), sólo por lo que a teatro respecta. Y es que la programación abarcaba desde matinales infantiles hasta rock de madrugada, zarzuela, danza, circo, cine, tan posible era entrar y toparse con el payaso Jango Edwards derrapando por el escenario con una moto de buena cilindrada como con los indios yaquis ejecutando las danzas rituales del peyote. Pronto se convirtió en un lugar de encuentro privilegiado, hasta el punto de que, por ejemplo, cuando La torna de Els Joglars (dedicada a Heinz Chez, el enigmático delincuente polaco que fue ejecutado el 2 de marzo de 1974, el mismo día que Puig Antich, en una maniobra del franquismo para emporcar la mirada de la opinión pública) fue objeto de la conocida caza de brujas, pasó a constituirse en asamblea permanente. Durante tiempo pareció como si la ciudad hubiera encontrado un espacio abierto para sus vocaciones asambleístas – sin contar con todo lo que se cocía en la trastienda, o en el bar La Piedra, justo enfrente… No recuerdo bien los momentos que compartimos con Teresa de aquella aventura, ni si nos encontramos en lo que fue la culminación de toda aquella movida, las Jornadas Libertarias del Parque Güell, en el verano del año siguiente. Pocos días después de que la CNT reuniera a cien mil personas en el famoso mitin de Montjuic, se convocaron las Jornadas, del 22 al 25 de julio ininterrumpidamente, tres días de encuentros y debates y tres noches de música y fiesta, sin estar sometidos a ningún otro control que no fuera el del propio servicio de orden.[8] Cuando recuerdo aquellos días, no acabo de saber si nos vimos entonces o no, pero apuesto a que estuvo por allí.
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Voy pasando las páginas de todos los catálogos que tengo de sus exposiciones, a paso lento, deteniéndome aquí y allá, como para comprobar una vez más lo que ya sé, esa vibración que comienzo a reconocer bien. Y me digo que, igual como somos capaces de sentir vergüenza ajena, del mismo modo podría nombrarse como orgullo ajeno este sentimiento que se levanta al contemplar la obra de Teresa, ni que sea por su gesto sostenido de cumplir con lo que uno se debe a sí mismo por el hecho de ser quien es. Y me digo también que es de justicia poética que esta obra se encuentre con la hospitalidad del MACBA, ese barco blanco del renovado Raval, junto al que surfean los skaters. Que no podía ser de otra manera, me digo, y que los amigos de entonces somos los primeros en estar de enhorabuena.
Miguel Morey
L’Escala, septiembre de 2021